Blogger n°2: - Eso mismo me dice mi mujer, pero creo que es por el pelo en la espalda.
Blogger n°2: - Ja, ja, ja.
Blogger n°1: - ¿Qué tal?
Blogger n°2: - Bien. ¿Así que vos sos blogger n°1?
Blogger n°2: - ...
¡Feliz Pascua de Resurrección!
Cada vez que uno se sube a un taxi sabe que puede encontrarse detrás del volante con seres muy disímiles: ancianos laburantes, cancheritos de tablero tuneado, comentaristas políticos, batidores de justas (estoy convencido de que la palabra "taxativo" para indicar lo tajante , lo que no tiene discusión, debe ser un derivado de "la opinión de los taxistas"), disc jockeys de metro cuadrado, psicólogos heterodoxos, padres orgullosos, sociólogos de cafetín, técnicos de fútbol, conversadores amables o -en algún que otro caso aislado- conductores silentes. Y a esa azarosa ruleta se suma el hecho de que el humor que uno traiga puesto puede estar o no alineado con las características del conductor. Lamentablemente, la mayor parte de las veces no existe tal coincidencia. Sobre todo porque uno preferiría el silencio, lo que es, como dije, la opción más improbable.
Y traigo esto a colación porque el otro día me topé con dos taxistas de índole tan distinta que me pareció que merecían una mención. "¿Te tomaste dos taxis el mismo día? ¿con lo caros que están? ¿quién sos? ¿el Sultán de Brunei?" me podrá multipreguntar un lector. "No, desde ya que no. Dudo que el Sultán viaje en taxi" responderé. "Es un decir" agregará con impaciencia el ilustrado. "Ah, no había entendido" remataré yo. Y reiremos.
Que lindo momento...
¿De qué hablábamos? ¡Ah, sí! De los taxistas. La cuestión es que en el primer viaje se dio la siguiente conversación:
Taxista 1: - Está negro el día ¿no?
Pablo: - y...sí.
Taxista 1: - Esta mañana, cuando salí de mi casa, cayeron unos goterones grandotes. Así los goterones (acompaña con le gesto de una circunsferencia formado por la unión de dedos pulgares e índices de las dos manos)
Pablo: -Mirá vos.
Profundizamos un poco en las cuestiones climáticas y tocamos otros temas. Al llegar a un semáforo mira por la ventana, ve a unos recolectores en un camión de CLIBA y les pega el grito:
Taxista 1: - ESTÁ NEGRO EL DÍA ¿NO? CUANDO SALÍ DE CASA ESTA MAÑANA CAYERON UNOS GOTERONES GRANDOTES...
¡¿Cómo?! Pero ¡esa es nuestra conversación! Me sentí humillado, engañado en mi buena fe social. ¡Y en mi cara! Como tampoco soy Indiana Jones, me pareció una vivencia digna de ser contada. Lo que yo no sabía es que ese era sólo el aperitivo. Más tarde, a eso de las 6 de la tarde, ya vapuleado por un exigente día laboral que estaba lejos de terminar, me subí a un nuevo vehículo cuyo asiento delantero era ocupado en su totalidad por un voluminoso hombre cuyo tronco comenzaba en el respaldo y terminaba en el mismísimo volante. Rapado, con unos anteojos que dejaban ver un gran aumento y todo amabilidad, me preguntó por mi destino y se puso en marcha. Cruzando la Avenida Córdoba viniendo por Cerrito, una serie de colectivos hicieron más pesado el tráfico. Un poco más adelante, las combis que se estacionaban al costado del teatro Colón nos hicieron reprogramar la ruta, así que doblamos por Tucumán. Allí fue cuando se inició nuestro diálogo. Mientras este se estaba dando, en lo único que pensaba era en que debía retener las palabras textuales que me estaba regalando este buen hombre a fin de poder reproducirlas. Y se ve que pensaba demasiado en eso porque las palabras mismas se me escaparon como arena entre los dedos. Sólo pude retener un par de verbos significativos, a los que revestiré con los pobres ropajes de mi propia imaginación para tratar de dar cabal cuenta de este encuentro. Ahora me doy cuenta de que generé demasiada expectativa para algo que tampoco es el secreto de la felicidad, pero ya está hecho.
Taxista 2: - ¡Que barbaridad! Esto de tener que esperar en filas de a 3 o 4 es algo entendible en situaciones de emergencia, pero que sea la normalidad es inhumano.
Yo, que a esa altura no venía volando bajo sino lisa y llanamente arrastrándome, no sabía si me hablaba de la gente que esperaba para subir a las combis, de la fila de colectivos apelotonados o incluso de otra cosa que no descartaba ignorar. Me obligó a empezar la conversación remando desde atrás.
Pablo: - ¿A qué se refiere?
Taxista 2: - La vida en este lugar deshumaniza. Somos convocados a ganarnos el pan de la manera en que ellos creen conveniente. Y nosotros, claro, respondemos. Porque lo necesitamos, porque estamos atados. Y así, nos tenemos que romper el culo (porque también tenía un hábil manejo de la metáfora)
Fue entonces que recibí el segundo impacto de nuestra corta conversación. Giró un poco la cabeza, me miró de reojo y espetó: "¿Usted qué piensa al respecto?"
Y yo, que en lo que pensaba era en lo cómoda que es mi cama, frente a la solemnidad con la que hablaba tuve que hacerme cargo de una opinión. Y lo que es peor, de la mía.
Pablo: - Entiendo lo que usted me dice de la alienación...
Que quiere que le diga, no me iba a quedar atrás. Mis primeras palabras surtieron el efecto de devolverme al lugar de "persona humana capaz de entablar una conversación". Lo supe cuando lo escuché repetir para sí: "alienación...sí..."
Pablo: - ...pero entiendo que esta ciudad tiene características propias que nos se encuentran en otras ciudades del país. Es lo que pasa por estar en el centro-centro. Este nivel de aceleración es algo propio. Son los costos de vivir acá. Yo veo eso, y a veces me gustaría irme a vivir al campo o a una ciudad más chica (sobre todo cuando me tomo el subte), pero veo también las virtudes.
"Veo que te tienen agarrado ¿no?" me dijo con cierta complicidad. El uso del tuteo, algo que podía identificar como impropio en él, me comunicó que estábamos llegando al meollo del asunto.
Pablo: -Me parece que siempre está el espacio de la libertad personal. A mí lo que me costaría dejar es sobre todo el mundo de relaciones; y en segundo lugar los programas, la oferta, esa cercanía de todo que es a la vez virtud y vicio de la Capital.
Me lamenté, el viaje llegaba a su fin y la conversación se había opuesto de ida y vuelta. Pagué con la convicción de que esos menesteres eran simples formalidades, un pequeño tributo para el marco de nuestra charla. Cuando estaba por bajar, me dijo esa última frase que todavía resuena en mi cabeza:
"Disculpe. La última cosa que me gustaría pedirle es ¿podría convocar a esa pareja de ancianos para que aborde el vehículo?"