Uno asume que, al crecer, las preocupaciones que tiene se van complejizando. Y esto es en parte cierto, porque tanto el contexto con el que interactúa como uno mismo se han ido complejizando. Lo que no estoy seguro es que las preocupaciones crezcan en relación a nuestra percepción de ellas en cada momento. Es decir, si la actual preocupación por la estabilidad laboral es mayor de lo que en su momento fue la del primer día de clases en un colegio nuevo. El problema es que ahora vemos las preocupaciones de la niñez con ojos de adultos. Nada más natural, entonces, que parezcan preocupaciones pueriles.
Haciendo un repaso de esas preocupaciones variopintas, uno se topa con preguntas como qué flipper te comprarías si encontrases un millón de dólares o quién ganaría una pelea entre Rocky y Conan el Bárbaro (algún entusiasmado del momento habrá metido en la disputa al de Karate Kid, pero todos sabemos que Ralph Macchio tiene menos posibilidades en una pelea de este tipo que Molly Ringwald) Descendiendo todavía más en mi niñez me encuentro con una preocupación momentánea, pero intensa: ¿cuando terminará "El país que no miramos"? Mi recuerdo es prístino: estar frente a la televisión esperando los dibujitos del mediodía y tener que fumarme 10 interminables minutos de un tren que se movía por alguna desértica localidad del norte argentino. Las orfebrerías indígenas daban marco a lo que se podría denominar como un embole formidable. En tiempos en los que se pide una televisión más inteligente, todavía me pregunto qué haría ante la vuelta de "El país que no miramos". Lo que esto me deja ver es la diferencia que muchas veces existe entre lo que consideramos bueno y lo que consideramos valioso. Lo bueno es "en sí", se lo reconoce como bueno objetivamente, mientras que lo valiosos es bueno "para mí". Podríamos hablar aquí mejor sobre lo que es el bien y su relación con los valores, pero desde ya no vamos a hacerlo. En cambio, trataré de enumerar algunas virtudes que deseamos que la gente tenga, siempre y cuando no seamos considerados como parte de "la gente".
La puntualidad: Invitación: "vengan a las 9 y media". Realidad: "Caigamos tipo 10". El pensamiento del hombre medio postula que lo mejor es hacerse presente en el lugar cuando ya haya llegado gente. No sabemos si esto se debe a que siente que llegar a horario se interpretaría como una muestra de desesperación social, porque le gusta sentirse esperado o porque una vez llegó a la hora y era el único en una fiesta donde se había colado, pero el caso es que todos tienen este pensamiento. Como la barrera tiende a correrse, en un futuro cercano los tés empezarán a las 4 de la mañana y las comidas 3 días después.
La sinceridad:
- Clarita: Papá, me comí un elefante rosa.
- Padre: Clarita, no es bueno que digas mentiras. Siempre hay que decir la verdad.
- Clarita: está bien. Tía Berta, Papá cree que te parecés a Mario Baracus.
- Padre: Clarita, ¿por qué no vas a comerte un antílope azul?
Cuando uno crece, descubre los matices en la frase "siempre hay que decir la verdad". El conocimiento del contexto, del momento, de la relación y tantas otras cosas hacen que no siempre lo mejor que uno puede decirle al otro sea "escupís cuando hablás", "no me interesa lo que me estás contando" o "cuando me hablás pienso en cómo mejorar mi saque porque si no me tendría que matar". Razonalizaciones mediante, uno puede escudarse siempre en que su mentira no hace más que reestablecer el orden cósmico. Es más, quién dice la verdad no es más que un desubicado, alguien con menos tacto que el baterista de Deff Leppard.
Mientras las virtudes pierden terreno, los vicios exigen -paradójicamente- ser cada vez más virtuoso. Quién en uno de estos días de temperaturas bajo cero se haya asomado por la ventana de su calefaccionada oficina para ver a grupos de fumadores que -en condiciones infrahumanas- exhiben una sonrisa de placer, sabe que se merecen el placer que ello les genera. Yo no fumo, e incluso disfruto de los ambientes libres de humo, pero no puedo dejar de reconocer la templanza de aquellos que defienden su vicio recluyéndose en lugares recónditos olvidados por Dios y los grados celcius. Algo análogo se puede decir del perezoso, quién debe luchar a brazo partido para "no hacer nada". La locacibilidad (neologismo para "capacidad de ser localizado") constante que ofrece el celular, la permanente oferta de programas televisivos de cualquier género y el imperativo social de que deberíamos hacer más cosas simplemente porque los avances tecnológicos nos permiten hacer más cosas convierten al otrora "vago de mierda" en un icono revolucionario.
Estos temas han sido sospechosamente ignorados en los debates éticos contemporáneos. Quizás el que los iba a plantear llegó tarde. Hubiese sido una actitud bastante coherente.
1 comentario:
Que barbaridad! lo de la falta de tacto del baterista de Def Leppard es una muestra de humor negro repugnante.
Reciba entonces mis mas sinceras y calurosas felicitaciones.
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